
Mi madre murió hace casi tres años, a la edad de 92. Falleció aquí, en mi casa, en Seattle, rodeada de nietos y de gente que la quería. Parecía una princesa antigua que, después de un largo reinado, decidía irse del mundo a su propio aire. Se murió cuando le dio la gana. “He tenido una vida linda hijo, ya me puedo ir”, decía en aquellos días. Luego me miraba fijo, y agregaba: “Y tú: ¡pa’ tras, ni pa’ coger impulso!” Esa era su frase favorita.