Es preocupante que a estas alturas se tenga que hacer la pregunta sobre si Trump podrá regresar al poder en las elecciones de 2024. Aún más alarmante es que no se puede descartar el retorno neofascista dentro de este autoproclamado faro de la democracia en el mundo.
Trump ya está en campaña y con ello regresan los ataques contra periodistas como “enemigos del pueblo”, los “yo tengo otros datos” para promover engaños y mentiras sobre elecciones, hechos científicos o para callar críticas, y también han regresado las teorías de conspiración y los ataques contra el llamado “Estado profundo” que incluye a sectores del Poder Judicial, el Congreso, la FBI y del Pentágono que se atreven a cuestionarlo. Revive la ofensiva política cultural contra los derechos y las libertades civiles de mujeres, los gays, rebrota la retórica racista y por supuesto el ataque antimigrante tan central a la primera campaña electoral, incluido el famoso muro.
Hace ya un tiempo que las generaciones que hoy tienen menos de 25 años prefieren a Instagram como red social digital. La percepción de que Facebook está “obsoleta” –percepción a la que ha contribuido generosamente el arribo a esta plataforma de millones de “tembas” y adultos mayores– y el uso más evidente de esta aplicación con fines políticos han llevado a los más jóvenes a una mudanza masiva.
Instagram les ofrece un carrusel de videos cortos, muchas veces cómicos (o que lo intentan ser) y la posibilidad de interactuar sobre la base de imágenes. Ahí poca gente lee un post.
Además de congeniar con la naturaleza eminentemente visual de nuestro arquetipo biológico, Instagram tributa a ese culto banal, frívolo, de la imagen por encima del mensaje, la preferencia moderna del continente frente al contenido. Los filtros y los efectos con los que cualquier persona, sin ser especialista, puede modificar sus fotos, han propiciado que se generalicen paradigmas de belleza artificial.
Y en la perversa dialéctica de las invenciones humanas –creamos las herramientas y luego ellas nos modifican a nosotros– eso ha significado que miles de personas se vistan, se maquillen y hasta se operen para parecerse más a ese rostro que ven en sus pantallas, reflejo adulterado de sí mismas.
Siendo una red digital tan popular entre los jóvenes, esa perversa dialéctica que mencionamos influye entonces en el deseo creciente de algunos jóvenes, a ritmo desenfrenado, de ser populares. Gustar, atraer, provocar ese like: Instagram es el mismo perro con diferente collar (cuestión de diseño, si se quiere).
Y en esa lógica de la popularidad a través de la imagen, de la belleza humana como objeto de contemplación y veneración, como estándar, la cosificación de la mujer tiene un peso determinante. No es que a los hombres no se nos pueda tratar como a pedazos de carne para ser exhibidos, sino que la estructura aún patriarcal de la sociedad moderna global empuja a que las mujeres ocupen mayoritariamente esas “vitrinas digitales” que son hoy las redes.
En Cuba, si se hace una búsqueda rápida y sin pretensiones de profundidad u objetividad científica, se puede observar que cualquier muchacha puede llegar a tener, sin demasiadas dificultades, 20, 30, 50 y hasta 100 000 seguidores (e interacciones en proporción), sobre todo si en esa cuenta comparte fotos que puedan exacerbar los instintos lascivos de esa legión de babosos que infecta toda comunidad digital. Dentro de esos miles y miles de seguidores, las muchachas más “populares” –que muchas veces aún no terminan siquiera el preuniversitario– tienen a una corte de gente bien “temba”, bien adulta, que se dedica a la depredación visual.
Que redes digitales así sean una dimensión de aparente libertad, que se utilicen sin supervisión de adultos (responsables), implica una vulnerabilidad incuestionable para los más jóvenes, que pueden terminar siendo víctimas de acoso y experimentar desagradables e incluso peligrosas situaciones.
Entender ese fenómeno, en el que nuestros adolescentes –especialmente las féminas– alimentan “voluntariamente” el morbo de miles de depravados, con su imagen, nos debe llevar a asumir una postura más activa en las escuelas y en los hogares.
Hay que educar a esos usuarios de Instagram y otras aplicaciones similares para que hagan un uso consciente y atinado de esas herramientas, que si bien nos ayudan a potenciar la comunicación también pueden llevarnos a convertirnos en víctimas o en mercancía. Por supuesto, el problema no se limita a internet o a una u otra plataforma: el problema es de fondo, es sistémico. Pero por alguna parte hay que empezar.
Podría no ser el mejor de los paisajes el de Cuba en 2023 para una votación. Se ha insistido en una mezcla de causas para nuestra situación de hoy. Las más citadas: el recrudecimiento sin precedentes del bloqueo estadounidense; el impacto de la pandemia de la COVID-19 sobre la actividad económica en general y el turismo en particular; la crisis económica global, que mezcla los efectos de la pandemia con el añadido de los incrementos de precios fruto de la guerra en Europa; la lentitud en la implementación de la reforma económica aprobada desde el VI Congreso del Partido Comunista de Cuba en 2011 y un reordenamiento monetario, que no contó con la llegada de la variante Delta del virus de la COVID-19 ni con la lealtad a la política trumpista hacia Cuba del presidente Biden.
Han transcurrido 64 años del triunfo de la Revolución cubana, que Estados Unidos no pudo impedir, y el odio que sienten no se acaba, se multiplica cada vez más, con el marcado deseo de derrocar el proceso socialista, algo que no han podido lograr.
El asunto no se inició a partir de la nacionalización y confiscación de las propiedades de empresas estadounidenses, como quieren hacer ver desde Washington para justificar su criminal guerra económica, comercial y financiera, la más larga en la historia humana.