La ideología… Eppur si muove. Autor: Rolando Pérez Betancourt | internet@granma.cu

La banalización es la estrella de ese show presente en los medios y en los productos procedentes de la gran industria del entretenimiento, interesada ella tanto en amasar dinero como en domesticar el pensamiento crítico ante lo que ofrece

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Foto: Caricatura de Moro

Hospitales, y una larga reclusión en casa durante meses a causa de una enfermedad que persevera, pero contra la cual se lucha con la ayuda de médicos, familiares y amigos, me han alejado en alguna medida del entramado cultural de mi país, especialmente del cine que tanto amo.

Del Festival de cine recién concluido, ni una película, salvo noticias aparecidas en la prensa escrita y en la televisión. La que abrió el Festival, Argentina 1985 (Santiago Mitre, producida por Amazon Prime), ha sido motivo de un análisis –que recomiendo valorar– por parte de Javier Gómez Sánchez: ¿El cine de (para) los colonizados? (Granma, 18 de diciembre de 2022).

Casi 50 años ejerciendo la crítica cinematográfica me han aportado una lección indispensable: no se opina, ni por asomo, de una película que no se ha visto. Los puntos de vista del analista, sin embargo, respaldados por declaraciones de importantes personalidades de la cultura argentina, me remiten, de cierta forma, a los días en que Hollywood saqueaba la historia universal a su antojo desfigurando a figuras como Martí, Maceo y Zapata, y también  hechos históricos tales como el robo, a tiro limpio y recurriendo a trapisondas, de buena parte del territorio mexicano (recordar la infamante El Álamo, de John Wayne, realizada a partir del precepto de que lo importante era recrear «la leyenda» y no la realidad).

No parece ser esa la fórmula, en lo absoluto, de Argentina 1985, un filme al que se le ha aplaudido su excelente factura y otros acápites. Pero los tiempos cambian y lo burdo puede transformarse en matices e «inteligencias» de realización, respaldados por la banda ancha del posmodernismo comercial con cabida para ese «vale todo», o «escoger con pinzas» hechos y personajes llamados a seducir y amasar, en un solo tiro de dados, verdades, miopías y medias verdades dirigidas a aquellos que, si no están en la viva, «se van con la de trapo».

Aunque un crítico no debe opinar de cintas que no ha visto, sí puede asomarse a temas importantes que (por suerte) reaparecen tratados por estos días, tanto en el trabajo de Javier aquí citado, como en el artículo Frivolidad, de Michel E. Torres Corona (Granma, 9 de diciembre).

Hay que leerlos, o releerlos porque resumirlos lleva tiempo, pero de ambos se desprende una evidencia incontestable: parte de nuestra crítica (se viene advirtiendo desde hace rato en más de un escenario) está desideologizada, o ganada por las mismas ambrosías conformistas-populares elaboradas por los fabricadores de la industria del sueño.

Y junto a esa crítica profesional evadida, o irresponsable, o presta a cargar tintas tendenciosas en el análisis político y social de un solo bando, aparece la falta del ojo crítico imprescindible por parte de aquellos que deben decidir la prevalencia de lo que, en cultura y arte, vale más sobre lo que vale menos, o simplemente no vale, lo cual no es óbice para que las puertas del olvido cíclico se les abran cada cierto tiempo a lo banal o detestable.

¿Y la inteligencia consustancial al oficio crítico?

Inmersa en teorías que mucho aportan, y al mismo tiempo ahogan, o confunden, cuando se empeñan en perder la brújula ética, o en hacer pasar a un segundo plano (o simplemente cerrarles el paso) al papel de las ideologías en medio de un mundo convulso que, según algunos, hay que dejar a un lado para concentrarse en «temas concretos» –pragmatismo es la palabra– de la realidad más inmediata.

Mientras tanto, la colonización cultural se agiganta mediante una industria millonaria que nos sigue tragando, mientras los «entretenidos» de siempre no se dan cuenta o hacen lo imposible por no despertarse.

En un artículo escrito en estas mismas páginas, La ideología existe (18 de octubre de 2016) planteaba lo que hoy suscribo: Las ideologías existen en todas las sociedades, se hacen evidentes (y algunas exportables) tanto en las ideas como en las prácticas personales y es necesario conocerlas y explicárselas, más allá de la creencia de que constituyen un asunto exclusivo de los estudios filosóficos.

Al referirse al poder de la ideología, el brasileño Paulo Freire (1921-1997), uno de los más significativos pedagogos del siglo xx, remarcó la «miopía» de los que «no quieren ver cómo son manipulados para aceptar dócilmente que lo que vemos y oímos es lo que en verdad es, y no la verdad distorsionada». La capacidad que tiene la ideología de ocultar la realidad, de hacernos «miopes» –decía él–, de ensordecernos, hace, por ejemplo, que muchos de nosotros aceptemos con docilidad el discurso cínicamente fatalista neoliberal que proclama que el desempleo en el mundo es una fatalidad. O que los sueños murieron y que lo válido hoy es el «pragmatismo» pedagógico.

A la par del neoliberalismo, la ideología que lo defiende se globaliza y se hermana en un discurso beligerante, o de trivial disfraz (que es el que nos interesa), presente en los más diversos temas sociales, políticos y culturales aparecidos en los medios. Simplemente no existen rangos a la hora de hablar del hambre mundial, de los daños colaterales causados por la aviación estadounidense llevando su prototipo de «libertad» a tierras lejanas, de la última conquista de un Don Juan de la farándula, o del éxito musical más pegao.

«No quiero ser apocalíptico –escribió José Saramago poco antes de morir– pero el espectáculo ha tomado el lugar de la cultura. El mundo está convertido en un enorme escenario, en un enorme show».

La banalización es la estrella de ese show presente en los medios y en los productos procedentes de la gran industria del entretenimiento, interesada ella tanto en amasar dinero como en domesticar el pensamiento crítico ante lo que ofrece. Lo superfluo se extiende como una plaga y la bacteria ideológica que lo acompaña cumple perfectamente su cometido de que la gente piense cada vez menos y acepte como natural la representación «ligera» de hechos trascendentes, o relacionados con la vida pública o privada de aquellos a los que la fama ha convertido en personajes.

Y de esa trivialidad, superfluidad, banalidad, surge una mercadería de moda acuñada por la reiteración publicitaria de una falsa cultura empecinada en hacer del consumo frívolo la máxima felicidad individual. 

¿Qué hacer entonces para apartar lo genuino de lo falaz en esa revoltura de mareas que cada día se nos viene encima?

La pregunta me la hacía en aquel artículo aparecido en Granma hace seis años. En ese momento tuve una respuesta más poética que precisa. Hoy, aleccionado por la prolongación de sorderas tan irresponsables como culposas, y con el Eppur si muove de Galileo Galilei saltándome desde el teclado, no dudo en proclamarla: machacar y seguir machacando.

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